sábado, 18 de abril de 2009

FRUCTUOSO RIVERA: LAS DIMENSIONES DEL CAUDILLO



“Id y preguntad –escribió Manuel Herrera y Obes, en 1847-desde Canelones hasta Tacuarembó, quien es el mejor jinete de la República, quien el mejor baqueano, quien el de más sangre fría en la pelea, quien el mejor amigo de los paisanos, quien el más generoso de todos, quien en fin el mejor patriota, a su modo de entender la patria, y os responderán todos, el General Rivera”
Fragmento éste, que denota una finísima penetración sociológica y que describe, anticipando a Weber, el fenómeno del carisma en estado puro. Ya que el liderazgo del general Rivera se fue construyendo capilarmente, de abajo hacia arriba, desde las entrañas del pueblo que mayoritariamente le quiso –fue siempre “Don Frutos” para los paisanos- hasta los más altos cargos dentro de la milicia y el Estado.
Caudillo por antonomasia, su vida representa una de las sagas existenciales más ricas en perfiles políticos, sociales y humanos de nuestra historia. Iniciado a la luz pública en 1811 con la “admirable alarma”, culminó un 13 de enero de 1854 en el modesto rancho de Bartolo Silva a orillas del arroyo Conventos, en el departamento de Cerro Largo.
De espíritu inquieto y sagaz, dueño de un carácter expansivo y desbordante, quiesiéramos recordarle en sus múltiples dimensiones de caudillo.
Caudillo de la gesta emancipadora, fue, al decir del profesor Pivel Devoto, “un hijo auténtico de la Revolución con las virtudes y los defectos inherentes a la época y al medio en que había formado su personalidad”. Durante el ciclo artiguista, asestó el golpe mortal al centralismo porteño triunfando en Guayabos, y se constituyó, cuando la invasión portuguesa, en el único comandante en obtener victorias para las armas patriotas, según reconocimiento de los propios enemigos. En 1820, rindió sus armas ante la derrota inexorable, cuando la mayor parte de los jefes se hallaban prisioneros o habían defeccionado.

Alguien a quien no puede atribuirse partidarismo “riverista” como fue Ramón Masini, afirmó: “No es cierto el cargo de que se le acusa de haber traicionado a Artigas, después de haberle servido con celo, y cuando lo vio abandonado por la fortuna. Entonces hizo un gran servicio a su patria, cesando de oponer una resistencia inútil…”.
En 1825 se plegó a la Cruzada Libertadora, tras un lustro amargo donde acepta –es cierto- honores del portugués y el brasilero, pero a cambio de erigirse en el genio tutelar de la campaña, en el protector del paisanaje. Cinco años “velando armas” para aprovechar la ocasión propicia y dar el zarpazo libertario. No hubo de secundar el movimiento de 1823 alentado por el cabildo montevideano, por reputarlo inconveniente. El verdadero caudillo no da saltos al vacío. Pero ya antes del arribo de los “33” a la playa de la Agraciada, había comprometido su incorporación a los revolucionarios. El propio Juan Manuel de Rosas –su más tenaz enemigo en un futuro cercano- confirmaría lo antedicho al historiador Adolfo Saldías en carta que le enviara desde el exilio inglés.
Caudillo de los desheredados y el pobrerío rural, que “se daba sin tasa solo a los humildes”, escribía Pivel; y “militar guerrillero de legendario prestigio y caudillo de la plebe campesina”, como lo hacían, a su vez, los historiadores nacionalistas Washington Reyes Abadie y José Claudio Williman.
En 1821, a orillas del Yí, fundaba la villa de san Pedro del Durazno con los “huérfanos de la Patria”, es decir, las familias de los caídos en la guerra revolucionaria.
Como presidente de la República opondría muchas veces su influencia para evitar el desalojo de los pequeños y medianos poseedores rurales, aún contra las decisiones de la justicia (¿resulta lapidario, a 170 años de distancia, que así obrase, sin detenerse en formas, “un hijo auténtico de la revolución”?).
Caudillo del perdón, siempre dispuesto a olvidar agravios. “No cae sobre el General Rivera una gota de sangre que no haya sido vertida en el campo de la lucha –sentenciaba José Enrique Rodó-. De todos los caudillos del Río de la Plata, contando lo mismo los que le precedieron que los que vinieron después de él, Rivera fue el más humano, quizá, en gran parte, porque fue el más inteligente”.
Véase si no, el ejemplo que proporciona Eduardo Acevedo: “Entre los prisioneros (de la toma de Mercedes, durante la Guerra Grande) figuraba el coronel Cipriano Miró, prisionero también del Palmar en 1838 y en ambas ocasiones respetado por los vencedores, hecho que no era raro sino muy corriente en las campañas de Rivera”.
Algunas veces, vencido por enconos de momento, lanzaba decretos de muerte contra algunos adversarios. Decretos que quedaban en palabras y que el mismo se encargaba de incumplir. “Puede venirse con confianza, que nada le sucederá ni a nadie –escribía Antonio Fariña, un comerciante partidario de Oribe, a un amigo en el extranjero- pues este diablo lleva una política hasta la fecha sin ejemplo en un caudillo de esta clase”. Rivera recién comenzaba su segunda presidencia.
Caudillo de los guaraní-misioneros, es decir, de aquella porción de población indígena americana que más contribuyó, con su caudal demográfico y su acervo cultural, a la historia de estas comarcas, especialmente la zona norte del Río Negro. Miles, siguiendo su estela de Libertador, le acompañaron al momento de abandonar las Misiones Orientales, conquistadas por Rivera al Brasil en 1828. Fundaría con ellos Bella Unión, y más tarde, en 1833, el pueblito de San Borja de Yí cerca del Durazno. La mayor parte del primer ejército de la Patria Nueva, formado en 1829 sobre el ejército del Norte conquistador de las Misiones, se compondría de guaraníes (documentos de época se refieren a un “ejército de tapes”, o a los “escuadrones de tapes de Rivera”, según constata el historiador duraznense Oscar Padrón Favre). Los guaraní-misioneros le seguirían en todas sus empresas con casi mística devoción, como antes a Andresito Artigas.
Caudillo de la soberanía nacional frente a las pretensiones de los poderosos vecinos. “El Estado oriental existe, pero su cuna es como la de Hércules: dos serpientes la rodean”, escribiría con gran penetración de las circunstancias políticas.
Combatió al imperio del Brasil –el que por todos los medios intentó comprarle o destruirle hasta el final-, consolidando con la gesta de las Misiones, la independencia definitiva del país. Tembló en su momento la Corte de Río ante su anuncio de que no se detendría hasta llegar a Porto Alegre.
Combatió al centralismo porteño en sus dos versiones: la unitaria y la rosista. Su oposición a esta última fue, tal vez, su timbre de honor entre tantos hechos trascendentes de su larga trayectoria pública. No olvidemos que lo mejor del pensamiento americano del siglo XIX fue contrario a la figura de Rosas: por citar algunos, nuestros José Pedro Varela y José Enrique Rodó, o el cubano José Martí.
Fue Rivera, en fin, en el último tramo de su vida, prenda de paz y libertad como miembro designado –aunque no efectivo- del Triunvirato de gobierno junto a Juan Antonio Lavalleja y el entonces coronel Venancio Flores; órgano colegiado a cargo del Ejecutivo cuya formación estuvo dirigida a conjurar una situación de vacío de poder.
Los dos más prestigiosos comandantes de Artigas volvían así a reunirse en la tarea común de que este país tuviera caminos factibles. Sería esta su última contribución a la causa pública. Su compadre Juan Antonio ejercería el cargo de triunviro por espacio de un mes, apenas. Moría en octubre de 1853. Don Frutos no llegaría a ejercer, volcando a la estabilidad de la situación el peso de su inocultable prestigio. En eso estaba cuando lo sorprendió la muerte, allá por un 13 de enero de 1854.

(publicado en "Batoví" de Paso de los Toros, y en correo de los lectores de "Búsqueda", enero de 2007)

1 comentario:

  1. Hola, muy bueno el blog, me interesa saber de qué documento es la cita de Rodó en referencia a Rivera (“No cae sobre el General Rivera una gota de sangre que no haya sido vertida en el campo de la lucha..."). Saludos.

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