viernes, 27 de julio de 2012

LA REVOLUCIÓN DEL QUEBRACHO

                                        
                                                                               por Eduardo Paz Aguirre

         "Ah, Santos si pagarás todo esto...!."  Javier de Viana, "Crónicas de la revolución del Quebracho".


    Un misterioso determinismo histórico ha hecho del 31 de marzo un repetido símbolo de la libertad, que para los uruguayos se identifica con el sacrificio llevado a los más excelsos confines del heroísmo.

    El 31 de marzo de 1886 evoca el martirio de una legión de jóvenes idealistas arrebatados por la pasión de la libertad que enfrentan casi sin armas, agotados y harapientos, a un ejército de línea ante cuyas descargas de fusilería caen desplazados junto con sus ilusiones.
    El 31 de marzo de 1933 un hombre de excepción, cargado de lauros y para redimir a todo un pueblo se dispara un tiro que mata simultáneamente a su cuerpo y a la dictadura que lo cercaba.
    Dos fechas separadas por 47 años entre sí. Hombres diferentes, circunstancias distintas, actores dispares de dos episodios trágicos que conmovieron al país.  Pero una misma, idéntica, permanente idealidad frente a una igual, oscura y torva negación de los supremos valores espirituales, que los soñadores jóvenes de 1886 aniquilaron con su propia muerte en el Quebracho, así como Baltasar Brum enterró a la dictadura con la suya.
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    A fines de 1885 un calificado e impetuoso grupo de patriotas uruguayos, movidos por su amor a la libertad, resolvió enfrentar al oprobioso régimen del Gral. Máximo Santos. Figura de segundo plano durante el gobierno del coronel Lorenzo Latorre, la renuncia de éste a la Presidencia de la República ocurrida el 13 de marzo de 1880 lo colocó en una posición gravitante. La vacancia del poder se cubrió con la figura del Dr. francisco Antonio Vidal, una figura de triste recuerdo, un personaje capaz de todos los servilismos y carente de todo atributo de moral cívica que hasta ese entonces desempeñaba la Presidencia del Senado, y que pronto renunció a su vez a la Primera Magistratura. José Batlle y Ordoñez, muy joven aún, publicó  un violento artículo periodístico denunciando la maniobra: 
    "S.E. el Presidente de la República ha elevado ya su renuncia a la Asamblea. Muchas personas se habían interesado en que no lo hiciera, queriendo evitar al país el oprobio, la vergüenza inaudita, que arrojará sobre su frente la ascención de Máximo Santos a la Primera Magistratura; pero el Dr. Vidal a querido proveerse de un nuevo título a la consideración pública, consolidando la obra de su cobardía cívica y de su absoluta ausencia de patriotismo.
    ¿Que hará el Dr. Vidal, a donde irá que no sienta pesar sobre su cabeza  el eterno desprecio de sus conciudadanos?.
    Nosotros le daremos un consejo: aléjese de lo que fue su patria y haga que se olvide su nombre en cuanto sea posible". ("La Razón"; 28 de febrero de 1882).
    Así se franqueó el paso al ambicioso Ministro de la Guerra, que asumió el mando del país desde 1882 a 1886.
    El gobierno del General. Máximo santos se caracterizó por el despilfarro administrativo, la deshonestidad como sistema, el atropello contumaz de todos los derechos.
    El 1o de marzo de 1886 debía concluir su mandato. Pero Santos, aún cuando el militarismo estaba profundamente herido por obra de sus propios excesos y desatinos, aspiraba a continuar como Presidente para satisfacción de su vanidad y de su influencia. En realidad, esta idea estuvo desde un principio en los propósitos de Santos. Había llegado a la Presidencia por medio de mecanismos oblicuos; ahora debía continuar por una vía aparentemente constitucional.
    Con tales fines, Santos promovió una reunión que se realizó en el cuartel General Artigas el día 24 de diciembre de 1885. Bajo su presidencia y con la participación de jefes militares y civiles adictos al gobierno se digitó, por inspiración de santos, el nombre del ubicuo Dr. Fancisco Antonio Vidal para la Presidencia de la República.
    Tal decisión fue la inequívoca señal de los propósitos continuistas de Máximo Santos -luego confirmados por los hechos- y la gota que desbordó el vaso.
    (....)
    La oposición a Santos había llegado al límite extremo de su tolerancia. Solo se publicaban algunas ediciones  doctrinarias como "La Libertad Política" de Justino Jiménez de Aréchaga, y órganos periodísticos como "La Razón" dirigido por Daniel Muñoz y en el que durante un tiempo escribió Batlle; "La Lucha", cerrado por sus propietarios ante el temor de represalias por los artículos que allí publicaba Batlle; "El Siglo", vinculado al Partido Colorado; "La Democracia", vinculado al Partido Nacional; "El Bien Público", católico; y otros. 
    Los directores de periódicos se reunieron en "La Democracia" y realizaron una enérgica protesta colectiva, "protesta que mantendremos -decían- mientras las instituciones sean una fórmula vana en la República". Otro documento, firmado por eminentes ciudadanos entre los que cabe mencionar a José Pedro Ramírez, José Batlle y Ordoñez, Carlos María de Pena, Aureliano Rodríguez Larreta, Gonzalo Ramírez, Daniel Muñoz, Luis Melián Lafinur y otros, denunciaba "
"el sistema de fuerza y arbitrariedad inaugurado años atrás en la República".
    
               PREPARATIVOS REVOLUCIONARIOS 
 
    Seguros ya de las intenciones de Santos para continuar en el poder por medio de las trapicerías orquestadas con su servil Dr. Vidal, se formó en Buenos Aires un Comité Revolucionario para tomar el gobierno del país, que habría de quedar en manos de un Gobierno Provisorio que encabezaría una figura de sólido prestigio como lo era el General Lorenzo Batlle.
    Simultáneamente -fines de 1885- se organiza en Montevideo una Asociación Revolucionaria integrada en la clandestinidad por ciudadanos como Batlle y Ordoñez, Teófilo D. Gil, Camilo Williams, Anacleto Dufort y Alvarez, , Luis Batlle y Ordoñez, Alejo Idiartegaray, Prudencio Vazquez y Vega, Juan Campisteguy, Rufino T. Domínguez y tantos otros.
    Finalmente, ante la seguridad de ser prendidos por el gobierno, se trasladan a Buenos Aires.
    (...)
    En una brumosa madrugada de fines de febrero de 1886 los revolucionarios embarcaron en lo que hoy es la dársena norte de Buenos Aires, a bordo del buque "Litoral", que los conduciría por el Paraná hasta Entre Ríos. Una travesía serena pero de menguadas raciones, anticipo de los días inmediatos por venir. Apenas algunas galletas y medio jarrito de vino por cabeza, en medio de nubes de mosquitos, viajando sin "rumbo a altas horas de la noche en medio de la naturaleza dormida". Acurrucados en la proa, en los botes y en cuanto lugar ofrecía alguna protección, los jóvenes ebrios  de ilusiones soñaban con la libertad de la Patria.
    La llegada a Entre Ríos se produjo el día 22 de febrero.
    El 1o de marzo, al aclarar el día, se hizo formar a los revolucionarios para entregarles los fusiles Remington y los correajes.
    Ese mismo día 1o de marzo de 1886 Santos se hacía reelegir presidente del Uruguay en la persona de su comodín Francisco Antonio Vidal.
    Caía el telón sobre uno de los últimos actos de la tragedia.
    (...)
    El ejército revolucionario se organiza. Son creadas una Plana Mayor y cuatro Compañías. La Plana Mayor tenía a su frente al Ttte. Cnnel. Rufino T. Dominguez y como segundo jefe al Sargento Mayor Luis Rodriguez Larreta; Ayudante Mayor Juan Campisteguy; Sub Teniente Claudio Williman, y otros. La 1a Compañía quedó a cargo del Capitán José Batlle y Ordoñez; la segunda al mando del Capitán Luis Melián Lafinur; la tercera a las órdenes del Capitán Juan A. Smith; y la cuarta era dirigida por el Capitán Felipe Segundo. A ellos se suman, entre otros, el viejo Coronel Amilivia, con su nariz aguileña y su larga barba blanca; Octavio Ramírez con sus valientes italianos; Visillac, dirigiendo sus bien disciplinados efectivos; el Comandante Burgueño con su pequeño escuadrón y Salvañach con sus lanceros. Los 1000 hombres que el General Arredondo había prometido que se incorporarían en Entre Ríos nunca lo hicieron. La crónica recuerda con afecto al Teniente Primero Luis Batlle y Ordoñez como "nuestro bueno e inolvidable Teniente, quien con la cara roja y chorreando sudor maldecía a Dios y a los hombres, al cielo y  la tierra, cada vez que se veía obligado a correr, moviendo con pena su abultado abdomen".
    Desde el 17 de marzo la tropa revolucionaria estaba acampada en Naranjito. Fueron horas y días de abatimiento y de nostalgia, de impaciencia y de entusiasmo. El 27 de marzo llegaron a Concordia y finalmente al grito de "A pasar", desbordando las barrancas, los revolucionarios pusieron pie en tierra oriental, desembarcando de los vapores Júpiter y Leda próximos al arroyo Guaviyú, entre los ríos Daymán y Queguay. Era el 28 de marzo en horas de la tarde.

           EL IMPULSO HEROICO


    (...)

    Recorrieron kilómetros en medio del lodo, bajo lluvias torrenciales, con los pies casi descalzos, con sus ropas en andrajos, hambrientos y ateridos, conocedores de su manifiesta desventaja frente a un ejército de línea mucho mayor en número, armas y adiestramiento que se acercaba para cortarles el paso. Desprovistos casi de caballería por errores de sus Jefes, , con sus Comandantes los Generales Arredondo y Castro distanciados entre sí, los revolucionarios -muchos de los cuales jamás habían montado antes un caballo o disparado un fusil- tuvieron el primer encuentro con las fuerzas gubernistas el 30 de marzo. Tras una breve escaramuza, y siendo las tres y media de la tarde, cesó el fuego ante la retirada de los efectivos del gobierno comandados por los Coroneles Villar y Suárez, momentáneamente derrotados por los "muchachos montevideanos".
    A las seis de la tarde prosiguió la marcha. Javier de Viana lo relata de esta manera: "La fatiga es cada vez mayor. La cartuchera semeja un anillo cortante que se hunde en la cintura y la mortifica a tal punto que pare3ce que llevamos el cuerpo cortado en dos mitades;  la proovedora es otra cuchilla que corta el hombro, y el fusil lo cambiamos inútilmente de un punto a otro sin encontrar alivio.  La cabeza nos duele como si estuviéramos recibiendo martillazos; la vista se nubla, los oídos zumban y el vértigo nos amenaza a cada instante. (...) La sed, el hambre y el sueño son tres monstruos que se unen para torturar nuestros pobres organismos que ceden, que se mueven apenas como máquinas descompuestas que son, con las vísceras maltratadas, los músculos laxos y solo la voluntad viva y enérgica, imperante, despótica, gritando siempre: Adelante!. (...)   La sed es tan grande que a cada parada los soldados se arrojan al suelo y chupan el pasto mojado o beben el agua depositada en los pocitos que han dejado los cascos de los caballos en la tierra blanda. La orden es no hablar, lo que no evita que se oiga repetidamente la frase "-A Santos, si pagarás por todo esto...".
    (...)
    El momento esperado llega el 31 de marzo.
    El ejército revolucionario distaba mucho de ser una fuerza de combate. Muy pocos conservaban la casaquilla; en la cabeza, con la cabellera que caía hasta los hombros, aparecía un gacho informe o un kepi descolorido, deformado y con la visera resquebrajada; nuestra manos -dice Javier de Viana- eran dos masas negras y lustrosas donde las uñas blanqueaban; nuestros rostros tostados por el sol, enflaquecidos por la fatiga, tenían una expresión indefinida de tristeza y cansancio...
    El encuentro decisivo se produjo entre la vanguardia gubernista y la retaguardia revolucionaria, encajonada en un largo callejón alambrado, desprovista de un orden de batalla y desconectada de sus jefes. En medio de un nutrido fuego, los cuerpos comenzaron a caer. Cuenta Batlle que, herido de muerte Napoleón Gil por una bala que le había atravesado el pecho, apoco llegó Teófilo Gil, su hermano, montado en un petizo, con sus pies casi tocando el suelo y su larga y huesuda figura como la del andante caballero cervantino.
    -He venido Pepe a preguntarte una cosa- dijo a su amigo- ¿Como se ha portado Napoleón?.
    Y como Batlle le respondiera que "con toda serenidad", Teófilo estrechó las manos de su amigo y diciedo "Ahora estoy tranquilo", volvió a la lucha.
    Al finalizar el combate, Batlle se detuvo a contemplar uno de los tantos cadáveres abandonados en el camino. Relata don Pepe y lo recogen González Conzi y Giúdice, que "parecía que aquel cuerpo encogido, retorcido más bien, se estremecía aún en el espasmo agónico, con la cara hacia arriba, calados aún los lentes: era Teófilo Gil, caído como tantos otros, como Juan Antonio Magariños que gritó a su hermano Mateo  que se acercaba para auxiliarlo: 
    -Déjame!, voy a morir y no preciso socorro; ve a cumplir con tu deber!".
    Estremecedora juventud aquella que entregó su vida cerca de puntas de Soto, a orillas del arroyo Quebracho en el día trágico de 1886.
    Heroicos jóvenes aquellos que sobre el final de la cruenta y desigual batalla formaron grupos de a cuatro, de a pie, para enfrentar la caballería santista que los lanceaba y los sableaba.
    (...)
    Eran las cinco y media de la tarde y habían transcurrido ya seis horas de combate entre los apenas mil trescientos revolucionarios, y los cinco mil soldados que componían la avanzada del ejército gubernista. Para esa hora todo había terminado.
    Alfredo Vidal y Fuentes, abanderado de los revolucionarios, arrancó el pabellón patrio del mástil donde ahora hondeaba la bandera blanca de la derrota y tomándolo entre sus manos -era una reliquia de la revolución tricolor del 75- lo rasgó en mil pedazos para evitar que cayera en manos de los vencedores.

              HACIA LA LIBERTAD


    Así concluyó aquel 31 de marzo de 1886, día inolvidable ligado indisolublemente con la dignidad de la patria, unido para siempre a la historia de los más abnegados sacrificios del hombre por la libertad.

    Cerca de trescientos hombres, jóvenes universitarios, periodistas, trabajadores, cayeron para siempre en los campos del Quebracho.
    Fueron derrotados, pero no fueron vencidos.
    El 17 de agosto de 1886, siendo las 20 y 30 horas y cuando Santos entraba a una función de gala en el teatro Cibils, en lo que hoy es la calle Ituzaingó entre Cerrito y Piedras, el Teniente Gregorio S. Ortiz -un oficial que había formado en filas gubernistas cuando la batalla del Quebracho- le descerrajó un balazo en el rostro y luego, perseguido, se dio muerte en la esquina de las que hoy son las calles Treinta y Tres y Cerrito.
    Los derrotados del Quebracho terminaron venciendo al tirano que abrumado por sus culpas y acosado por la oposición pronto abandonó el país.
    (...)
    
   (El artículo que aquí reproducimos en su parte medular, fue publicado en el semanario "Opinar", el 29 de abril de 1982)