domingo, 17 de enero de 2016

EXEQUIEL SILVEIRA, CAUDILLO BATLLISTA DE CERRO LARGO


                                         por LUIS HIERRO GAMBARDELLA



   "Hace poco más de una semana, se cumplieron veinticinco años del fallecimiento de don Exequiel Silveira (*), el gran caudillo batllista de Cerro Largo, quien, pese a que pocos lo recuerden hoy, es una figura singular en la historia de nuestro Partido y una imagen representativa de nuestra originalidad nacional.
   Don Exequiel había actuado -de muchacho- en la defensa de las instituciones en 1904; pero desde muy joven se consagró a las faenas agrarias en sus campos de Fraile Muerto. Rodeado de tierras incultas y de gente feudal, fue un obstinado progresista. Ponía en el mejoramiento de sus ganados esa paciencia que solo suelen tener los caracteres fuertes, los que saben que las conquistas del progreso sólo se logran en el duro trabajo de todos los días. Militaba desde siempre en el Partido Colorado, al lado del general Urrutia, que por entonces representaba la continuidad del Partido de la Defensa en la zona más blanca y más saravista de la República. Así llegó, antes de 1933, a la Jefatura de Policía del Departamento y hubo de moverse en el encumbrado cargo, con esa tenacidad y esa paciencia de hombre pacífico y progresista, sin grandes ademanes ni palabras de tono exasperado.

   Cuando llegó la dictadura, don Exequiel no acompañó a Urrutia: era batllista y se dispuso a armar en su Departamento la columna cívica que defendería los ideales de la colectividad. Acompañado por gente de la primera fila, algunos antiurristas, como Zavala Muniz y los Artigas, otros que procedían de aquel casco colorado, pero de probada orientación batllista, como Efraín Ortíz Urrutia y Giordano B. Eccher, formó uno de los grupos más brillantes y más aguerridos de nuestra colectividad en aquella hora aciaga, pero esperanzada. Cuando digo brillante, invoco a Zavala, fundador del grupo "Claridad" en la ciudad de Melo, a Aníbal Artigas, a Rincón Artigas, pródigo y vibrante de humanidad, a Efraín Ortíz Urrutia y al único sobreviviente, el ilustre Giordano Eccher, pero no olvido a Lavalleja Arpí y a Edmundo Pica, que vivieron para dar todo de sí. Entre ellos, en las deliberaciones sobrecargadas de emoción y de idealismo de aquella cálida ciudad semicolonial que era el Melo de entonces, formaron la división Cerro Largo, que resolvió hacer una Revolución y así lo hicieron en enero de 1935, acompañados por blancos que habían peleado con Aparicio, como don Antonio Amestoy y don Basilio Antúnez, quienes reconocieron la jefatura del caudillo batllista. Bajo su conducción la División Cerro Largo anduvo por esos campos cálidos y todavía misteriosos, perseguidos por Urrutia y por el ejército. Sorprendidos en Cerrozuelo, inician la marcha hacia el norte y, luego del acuerdo para deponer las armas, son atacados por la aviación, bajo cuyas bombas mueren dos o tres compañeros sorprendidos en el gesto aleve. De allí a la frontera, a dispersarse, cada uno como puede, en el silencio de la derrota. Don Exequiel, con Justino, llegan a Bagé, que entonces era una réplica cándida de Melo.

   Don Exequiel apenas habla, salvo cuando lo visitan delegados políticos de los Partidos Democráticos hermanados en la lucha. Luego, Terra levanta el destierro, y los expulsados vuelven a lo suyo: Zavala a escribir, don Exequiel a mejorar los ganados en las praderas de Fraile Muerto. Formas, ambas, de la cultura del país. El Batllismo se reorganizó, y nadie que la haya vivido, puede olvidar la asamblea del teatro España de enero de 1936, donde estaban los jefes blancos de Morlán, Ovidio Alonso y Paseyro, abrazándose con don Antonio Amestoy, don Basilio Antúnez, don Antonio Gianola y don Exequiel, en una expresión perfecta de los sentimientos cívicos de la hora, mientras en la tribuna decían su verbo libertario Ismael Cortinas y Zavala Muniz.
   En 1942, cuando el batllismo se propone reconquistar, por el voto, la vigencia democrática, don Exequiel se instala en Melo y dirige aquella campaña electoral, casi con los mismos hombres que lo habían acompañado en la patriada: había que ver a los Artigas, a Efraín Ortiz (candidato a diputado), a Eccher (candidato a Intendente), a Edmundo y a Lavalleja, que nunca pidieron nada y siempre dieron todo, enardecidos como tenientes en la lucha, mientras el caudillo conservaba su silenciosa serenidad, iluminada, ahora, por la luz de la victoria que no lo acompañó en Enero. Cuando cayó la noche del último domingo de noviembre, el Melo de Aparicio recibió una noticia conmovedora: había triunfado, allí, el Partido Colorado y el Batllismo. Largamente, por horas, el pueblo colorado desfiló, y cuando la vieja casa partidaria casi se derrumba por el inmenso peso de un pueblo que cantaba su victoria, y hubo que desalojarla, el festejo siguió: un blanco excepcional, Casiano Monegal, ofreció su sede política para que siguiéramos celebrando a la Libertad, que él había servido con tanta grandeza, con la palabra y la pluma. En su balcón, y al lado de Cacho Monegal, estaba Exequiel con los ojos brillantes y una sonrisa, pacífica y poderosa.
    Con el triunfo volvió a ser Jefe de Policía. La ciudad de los naranjales y de las tejas brasileñas, la ciudad que tuvo tantos guerreros como poetas, lo veía andar por sus calles con esa mansedumbre que tienen los criollos más auténticos, con ese suave modo de expresarse que es casi propio de los más fuertes, con esa seguridad lenta de los paisanos que no saben qué es el miedo, ni el odio ni las pasiones menores. Y a propósito de miedo: en las noches de enero del treinta y cinco, en esas horas tremendas que vivió esta hueste desde Cerrozuelo hasta después del bombardeo, don Exequiel tras de una charla donde los silencios suyos eran tan grávidos como las palabras de los otros, se echaba sobre la tierra a dormir con tanta convicción que nada podía alterarlo. Sólo la juventud de la luz de la madrugada lo despertaba. Así el jefe se incorporaba a la vida y a sus arduas obligaciones.
   Cuando Luis Batlle emergió como líder del Partido, Exequiel estuvo entre los primeros en acompañarle. No era extraño, porque este caudillo siempre había estado en la línea más liberal de nuestro partido. Jefe de Policía, simple ciudadano, mantuvo, hasta el último día de su vida, un liderazgo que nunca pudo ser cuestionado. En tierra de caudillos, lo fue, pero con un estilo muy propio, ya que si hubo un pago donde se discutía y se entrechocaban las tesis y las ideas, ese fue el Cerro largo colorado de aquellos años. Y don Exequiel, que no era un intelectual, era, sin embargo, el primero entre gente de sólida formación y aptitudes relevantes.
   Hace veinticinco años, en las vísperas de una elección, salía don Exequiel de su casa, para entregarse a las luchas cívicas. Y allí lo sorprendió, todopoderosa, la muerte. Si aquí en Montevideo su nombre no resuena, estoy seguro que en su pago, cuna de tantas inmortalidades, los silencios del pueblo aún lo lloran largamente."

    * (Esta nota de Hierro Gambardella fue publicada en el semanario "Opinar", con el título de "Un caudillo de antes",  el 1º de diciembre de 1983)