domingo, 28 de marzo de 2021

EL OTRO 31 DE MARZO

               
   

    por LUIS HIERRO GAMBARDELLA                 

 

 

   Durante los primeros meses del año 1886, los jóvenes uruguayos exilados en Buenos Aires inician un camino lleno de peripecias. Han de cruzar, rumbo al norte, el territorio argentino para acercarse a las costas del Uruguay en la proximidad de Salto. Van resueltos a hacer una revolución contra el régimen da Santos y se han preparado para ello en barracones de Palermo, donde el gobierno argentino, cerrando los ojos, los a dejado realizar sus incipientes prácticas militares. Esos jóvenes son los Domínguez, los Batlle, los Gil, los Garzón, los de Viana. Proceden de la burguesía culta de Montevideo, tienen muy poca destreza en el manejo de armas, en las marchas a caballo, en las fatigas y astucias de la guerra gaucha. Han aprendido algunos principios de instrucción militar cambiando sus textos de Derecho, de Filosofía o
de Historia por los manuales que, por las noches, leen  y asimilan para poder armar correctamente sus companías. De la milicia cívica, severa e iluminada por ideales republicanos, pasan al ejercicio de esta otra milicia de combate. Recorren cientos de leguas en el territorio argentino. Los comanda un general blanco, Arredondo y un general colorado, Castro. Ellos, los futuros guerreros, pertenecen a los tres partidos: hay constitucionalistas, blancos y colorados. Casi ninguno de ellos llega a los treinta años.

   La travesía a sido larga, dura, difícil, puesto que se trasladan en las sombras de la noche, a pie, por las tierras argentinas. Los caballos llegarán, según creen, al entrar al territorio nacional (en realidad, nunca los encontrarán). La hueste libertaria cuenta con mil setecientos soldados-ciudadanos. Los batallones los comandan Domínguez, Amilivia, Ramírez, Visillac, Salvañach, Mena. Blancos, colorados, constitucionalistas, confundidos en un ideal común: la Libertad. El 26 de marzo llegarán a Cocordia por distintos caminos. Allí se reencuentra la hueste libertadora. Allí reciben sus Remingtons y trescientos tiros para cada uno. Tienen un Estado Mayor, Jefes Divisionarios y, por debajo, los Batallones. En el 1º de infantería, que comanda Rufino Domínguez, actúan los Batlle y Ordoñez: Luis, padre de Luis Batlle Berres; José, el creador del Uruguay moderno, con grado de Capitán.

   Cruzan el río Uruguay. ¡No están las caballadas!. No importa. Abandonan los recados, para aligerar la marcha. el 30 se enfrentan con fuerzas gubernistas mandadas por Villar. Este, a las cuatro, manda tocar retirada. La revolución a tenido su único triunfo. La hecatombe vendrá al otro día, en las puntas de soto del Quebracho. Cinco mil hombres del ejército de Santos enfrentan a los mil setecientos de la Revolución. Los universitarios y burgueses montevideanos dan un espectáculo de asombroso coraje, mientras la muerte diezma los batallones juveniles. a las cinco de la tarde, se produce la rendición. Un joven de 17 años, de apellido Villar, no la acepta: apunta hacia si mismo con el Remington y muere. ¡Viva la Libertad!.

   Hay muchos testimonios escritos sobre esta batalla. El de Javier de Viana, que luego tomó sus propias crónicas para componer uno de sus más fuertes cuentos; el de Eugenio Garzón, que tantos años después destacara su brillante pluma en el periodismo francés. Pero seguramente el más emocionante, fue el verbal, transmitido por los sobrevivientes a la gente civil, a sus amigos, a sus hijos: hoy hace tantos años que en puntas de Soto... Y eso compuso un estado de alma del país, un rastro de su perfil moral. Porque aquella batalla, en las que fueron respetados los vencidos por que Tajes desoyó las órdenes del Capitán General Máximo Santos, que pedía venganza y sangre, subrayó el fin del militarismo, herido de muerte por la voluntad, herido de muerte por la voluntad de una juventud y un pueblo insurrectos, que buscaron la muerte para afirmar la libertad. A los pocos meses de esta derrota, Batlle funda "El Día". Muy poco después se produce el balazo de Ortiz y la constitución del Ministerio de la Conciliación y la fuga de Santos. Aquella sangre generosa fecundaba en un amanecer de la libertad. Sin la derrota del Quebracho, el civismo no habría triunfado ni se hubiera impuesto la democracia en el país.

   En una página que anda por ahí, he descrito un episodio muy expresivo, en cuanto al espíritu que creó en estos luchadores la comunidad de sacrificios:

   En 1927, siendo Ministro de Relaciones Exteriores don Rufino Domínguez, hubo de intervenir para asegurar la libertad de un exilado español, y al recordársele sus condiciones de combatiente del Quebracho, le dijo a su interlocutor, palabra más o menos:

   "Hay otro sobreviviente del Quebracho que nos ayudará". Y al visitarlo, le dijo también palabra más o menos: Juan, tenemos que asegurar esta libertad, en nombre del Quebracho". Juan era el Presidente de la República, el Dr. Campisteguy,

que había servido bajo sus órdenes en el inmortal 1º de infantería.

   Hace unos días leí en "La Democracia" un artículo de un colaborador de ese semanario en el que, tal vez por una ofuscación del momento define a los colorados como pusilánimes, o poco menos, con respecto a los problemas de hoy y reserva para los suyos los atributos del coraje y la decisión. Pensé en contestarle; hoy me doy cuenta que no vale la pena. Que la luz del Quebracho alcance para mostrar que

el coraje y la vocación de servicio a la libertad no es de unos y no de otros. Que debe ser, sin arrogancias, de todos, en la busca de la democracia. Y que nadie debe sentirse más que otro. Hay horas relampagueantes, como la que evocamos. Pero también hay horas lentas, donde la paciencia empuja tanto como la decisión. Hay en ellas, también, heroísmos y abnegación.

 

("El otro 31 de marzo", semanario "Opinar", 7 de abril de 1983)