jueves, 8 de abril de 2010

FRUCTUOSO RIVERA, CAUDILLO DE LOS INDÍGENAS MISIONEROS

Se hace necesario restituir los protagonistas relevantes a sus escenarios. Nos referimos, especialmente, a los indígenas guaraní-misioneros, fundamentales en la conformación de la población del Uruguay (sobre todo en el área rural), y, en términos generales, en la de un amplio territorio que comprende el sur de Brasil, buena parte de la Mesopotamia argentina y Paraguay. Ninguneados por el paradigma “cosmopolita”, es decir, el que sostiene que “venimos de los barcos”, así como por el paradigma “charruista”, esto es, el que afirma que el charrúa es “nuestro indígena”, las modernas investigaciones en etnohistoria, demografía y arqueología, les han ubicado justicieramente como actores principalísimos. Los misioneros constituyeron, por ejemplo, un aporte decisivo tanto en las luchas como en los intentos de organización del período artiguista. “De los guaraníes que pelearon con Artigas –expresa el antropólogo Daniel Vidart- ya ni se habla (…). Fueron mucho más numerosos los guaraníes que los charrúas comprometidos con Artigas. En la lucha contra los portugueses murieron muchos más guaraníes que todos los charrúas juntos. Cuando Artigas habla de repartir tierras a los indios, habla de guaraníes, no de charrúas”. El Protector era consciente de que al único indígena al que podía ligar a la tierra y a la vida sedentaria de la producción era al misionero, eurotecnificado y devenido excelso agricultor por acción de los jesuitas. Además, desde la expulsión de la orden en 1767 y el consiguiente declive de la experiencia misional (culpable de “cultoricidio” pero, asimismo, salvacionista de los cuerpos de los indios del brazo largo de los portadores de la espada), el guaraní, dominador del utilaje bélico desde que se constituyó, desde el principio, en antemural de la expansión lusitana, se hizo soldado de los ejércitos patrios. Observemos, a vuelo de pájaro, los siguientes hitos. En enero de 1820, resulta quebrado definitivamente el poder de Artigas en la Provincia Oriental, tras la derrota sufrida por Andrés Latorre ante los portugueses en Tacuarembó. Dicho contraste significó un verdadero genocidio para los misioneros, cuya división, aislada del resto del ejército por la crecida del río homónimo, fue masacrada. Allí pereció su jefe, el valeroso Pantaleón Sotelo, sucesor de Andresito. A partir de ese momento, comenzaron a reconocer un nuevo liderazgo: el de Fructuoso Rivera, comandante de la campaña desde que cesara de ofrecer –por el momento- una resistencia inútil al vencedor. Miles de guaraní-misioneros hallaron en la Cisplatina refugio ante las persecuciones de que fueron objeto en Entre Ríos y Corrientes por Francisco Ramírez. Así lo constata, por ejemplo, el naturalista francés Augusto de Saint-Hilaire, cuando de visita por la zona de Salto, en 1821, expresa: “Hacia el norte del campamento existían varios pueblecitos habitados por indios guaraníes que habían venido de Entre Ríos (desde agosto de 1820) a refugiarse aquí. Estos hombres viven en la ociosidad –y aquí viene el dato patético-mientras que sus mujeres se prostituyen a los soldados…”. El propio Don Frutos escribe, en 1822, que en “El Salto, a las márgenes del mismo Uruguay, había veinte y cinco casas de trato (pulperías), infinitas familias de las emigradas de Entre Ríos, algunas portuguesas, chinas del país, y muchas de las naturales de Misiones…”. El investigador González Risotto ha verificado que la mayoría de los soldados del Regimiento de Dragones de la Unión, fuerza que respondía incondicionalmente a Rivera, poseían apellido guaraní. En 1828, en rápida y audaz campaña, Rivera conquista las Misiones Orientales. Cuando es obligado a desalojarlas virtud a lo estipulado en la Convención Preliminar de Paz, alrededor de 7000 indígenas, incluyendo sus autoridades y corregidores, le siguen voluntariamente en su retirada hacia territorio oriental. “Como impacto demográfico –explica el historiador Oscar Padrón Favre- (el éxodo Guaraní-misionero) constituyó uno de los fenómenos inmigratorios de mayor relevancia en la historia del Uruguay, pues supuso un incremento poblacional inmediato que se puede estimar del 6 al 8% de la población oriental de entonces”. Un hecho absolutamente original en los anales históricos de América. Con parte de ese conglomerado humano se funda, en la desembocadura del río Cuareim en el Uruguay, el pueblo de Bella Unión. La formación del ejército del llamado “Estado de Montevideo”, en 1829 –aún no era el “Estado Oriental del Uruguay” de la primera Constitución-, fue encomendado a Rivera en su condición de Jefe del Estado Mayor. La principal porción del mismo –dos de tres regimientos de caballería, la brigada de artillería y el escuadrón de guías-, estaba casi totalmente integrado por el “Ejército del Norte” conquistador de las Misiones, y compuesto en su inmensa mayoría por guaraníes. Documentos de época refieren al “ejército de tapes”, o a los “escuadrones de tapes de Rivera”. En 1831, y con la conformidad casi unánime de la opinión nacional, el entonces presidente Rivera desbarata en Salsipuedes y otras acciones, a algunos grupos de indios charrúas, sobreviviendo numerosos integrantes de dicha parcialidad pero en forma más bien desperdigada. Padrón Favre interpreta estos hechos como la conclusión del secular –y por momentos encarnizado-, conflicto interétnico charrúa-guaraní. En mayo de 1832 se subleva la colonia de Bella Unión. En dicho alzamiento –y sin entrar a analizar las atendibles razones de fondo- participan naturales de las Misiones Occidentales del Uruguay, de entre los muchos que habían engrosado el éxodo del 28; no así los provenientes de las Misiones Orientales, que permanecen fieles a Don Frutos. Con parte de estos últimos funda, al año siguiente, San Francisco de Borja del Yí, a tres leguas de San pedro del Durazno. Dicho emplazamiento, el último pueblo indígena del territorio uruguayo, sobrevive hasta 1862, en que sus habitantes son desalojados “manu militari” por el gobierno de Bernardo Prudencio Berro. El 19 de setiembre de 1836 chocan las divisas tradicionales en Carpintería. El general Tomás de Iriarte manifiesta en sus memorias que Rivera “engrosó su fuerza con los indios misioneros de la Colonia del Cuareim”, acotando que “estos indios le eran muy adictos”. No resulta sorprendente, entonces, lo que cuatro días antes de la batalla escribe el presidente Oribe al general Lavalleja: “Estoy persuadido que no debemos contar con los Indios para nada, pues sin decididos esclavos de Rivera, y no conocen derecho, ni justicia que se oponga a separarlos de dicha servidumbre”. Ni que hablar que dicho concurso acompañó al caudillo en el momento dramático de su enfrentamiento con Juan Manuel de Rosas: sea en la jornada memorable de Cagancha, en diciembre de 1839, como en la Guerra Grande, cuando al mando del “Ejército de Operaciones” en campaña, no solo sometió al enemigo a su preferida guerra de movimientos y recursos, sino que fue agente tutelar de las familias pobres. Por algo el “patricio” anti riverista Francisco Solano Antuña, expresaba en plena contienda civil que Don Frutos, “…haciendo soldados suyos a todos los varones aptos para las armas conduce constantemente con ellos a sus mujeres e hijos conservando así un semillero exclusivamente suyo, que forma la base principal de su poder, que le ha servido en todos tiempos para imponer a la Autoridad y que será mientras no se extinga, la raza más enemiga de los hombres blancos, una verdadera plaga de los estancieros orientales…”. Recién en 1845, cuando el desastre de Arroyo Grande, resultará quebrada –pese a sus actores- la alianza entre el conductor y sus tapes. Para éstos, la victoria de las armas rosistas significará un nuevo genocidio a expensas de la degollina que siguió a la batalla; para aquel, la piedra de toque, el declive que le llevará, un par de años más tarde, al exilio brasileño. En definitiva, rescatemos de una vez por todas la mutua adhesión, el ligamen de “americanismo” profundo –y no meramente proclamado- entre el pueblo indígena y el caudillo dilecto de las masas.