jueves, 23 de diciembre de 2010

LEONCIO LASSO DE LA VEGA, EL POETA BOHEMIO QUE ADMIRABA A BATLLE


   Un hombre arriesga la vida sobre la árida estepa castellana en tiempos de la reconquista española. Musulmanes y cristianos combaten por el dominio de la vieja Iberia. De ascendencia itálica, tal cual lo delata su apellido, Lasso, se juega en torneo singular con un jefe moro en la vega de Granada, la antigua capital de la Andalucía árabe. Ganancioso en el lance, corta la cabeza a su oponente y la ofrece a su rey Sancho IV “el bravo”, hijo de Alfonso X “el sabio”. El monarca concede al caballero, en homenaje al triunfo, agregar a su apellido el “de la Vega”, y le premia con tierras y blasones transmisibles a sus herederos. Hasta aquí la historia (¿real?) del apellido.

 Leoncio Lasso de la Vega nació en Sevilla en 1862 como “retoño de una secular familia de galenos”, al decir de Adolfo Agorio. Soñó con ser marinero, pero la presión del entorno lo empujó a la medicina, vocación que nunca sintió. Tuvo una niñez pronunciadamente burguesa: iba a la escuela, la iglesia y a casa de las tías acompañado de una sirvienta ataviada de riguroso uniforme.

 Cuando tiene alrededor de 25 años fallece el padre y se recibe de médico. Con las 35.000 pesetas que le tocan por herencia marcha a Madrid, donde un pintor y bohemio de apellido Sorolla lo introduce en los cenáculos de artistas y escritores. En la capital se relaciona con una francesita, bailarina segundona en  una compañía de “varieté” de tercera, cuyo arte sobre las tablas consiste en bailar el can can de manera harto heterodoxa.

Poco después marcha a París, que ya era una fiesta, y luego a Burdeos, donde la francesa lo abandona al ver que las pesetas ralean. Desencantado del mundo y de las mujeres embarca en dirección a América –la tierra de promisión de tanto europeo- y desemboca en Buenos Aires. Allí se gana la vida desplegando humildemente sus vastos conocimientos y ejerce como profesor particular de filosofía, matemáticas, literatura, historia e idiomas. Además, escribe en el “Correo Español” y en la prestigiosa “Caras y Caretas” -donde publica novelones  de título y trama truculentos o descabellados- toca el piano en un remate y dicta conferencias. Comienza a destacarse por su prédica radical y forma, naturalmente, un cenáculo.

Se casa con una señorita de la alta sociedad porteña con la cual tiene tres hijos. Pero las veladas del teatro Colón y los banquetes en los salones elegantes no le sientan, y termina separándose amigablemente.

Hacia el 1900, y a raíz de un encargo editorial consistente en la confección de un diccionario con las biografías (y las vanidades…) de los grandes estancieros del litoral argentino, aprovecha para cruzar el río Uruguay y visitar Mercedes. Se vincula a un cenáculo vocinglero y bohemio donde destaca el pintor Blanes Viale, y, aquerenciado, ya no se marcha más del país.

Instalando su modesta habitación en un remolcador varado en la costa del río Negro, dedicará sus horas ala lectura, la escritura, el solaz de la vida más o menos errante y las borracheras, pues en Lasso, el alcohol formará parte de una suerte de profunda cosmovisión.

En una oportunidad, su inclinación “báquica” le predispuso negativamente con una mujer mercedaria. Resulta que solía pasear por las frondas lugareñas una de esas jóvenes medio ojerosas y románticas, de larga cabellera y cuerpo flacuchento, que, escapando de las convenciones sociales de la época, en lugar de apuntar al matrimonio y al “crochet”, leía versos y tocaba la guitarra bajo los árboles. Conocerla Lasso y enamorarse fue solo uno. En la floresta, el vate creaba y la musa entonaba. Pero la relación se quebraría por razones de peso: la muchacha promovía en la ciudad campañas contra el alcoholismo…

Son de esta época mercedaria dos pequeñas obras cargadas de radicalismo social: “¡Anatema!. Canto pro Boer”, donde fustiga al imperialismo inglés en Sudáfica, y “20 de setiembre. Caída del poder temporal. Roma libre”, canto conmemorativo al fin del imperio terrenal del papado.

En 1903 se vincula a “El Día” a través del gerente del diario Juan Carlos Moratorio. Su relación con el funcionario, hombre de talante más bien circunspecto, no estuvo exento de rispideces. En el trascurso de los años en que Lasso integró el equipo de redactores, Moratorio llegó a despedirlo en varias ocasiones dada su costumbre de ausentarse por espacio de muchos días. Estando Batlle en Europa y enterado de una de estas “cesantías”, escribió a Domingo Arena: “Ni “El Día” puede estar sin Lasso, ni Lasso sin “El Día”. Y fue repuesto. Todo ello teniendo en cuenta que don Pepe no siempre compartía el contenido de sus artículos. Pero la mutua admiración era muy profunda.

En 1904, estallada la guerra civil, se une como corresponsal de “El Día” a la sexta división del Ejército del Norte. Su permanencia junto a las tropas le obligan, en más de una ocasión, a dejar momentáneamente de lado la pluma de periodista para empuñar la carabina contra los revolucionarios.

Pero quien por entonces protagonizaba las grandes acciones bélicas de la contienda era el Ejército del Sur; a vía de ejemplo, la sangrienta batalla de Tupambaé (junio de 1904). Contrariado, Lasso solicita su traslado a esta última fuerza, donde es recibido por su comandante, coronel Pablo Galarza, quien le adscribe a su Estado mayor. Quince días más tarde, para su desazón, el Ejército del Norte obtiene la decisiva victoria de Masoller (1º de setiembre).

A instancias de su amigo el coronel Julio Dufrechou, comienza a escribir un libro sobre la guerra. Alojado al efecto en el cuartel del regimiento 1º de caballería, se le tenía en una suerte de “libertad vigilada” a fin de que le terminase. Más la guardia, con benevolencia, condescendía a “permitir” sus salidas nocturnas. Hasta que en una ocasión desaparece por varios días, ante el nerviosismo de los pobres milicos que temen una reconvención. Finalmente, lo encuentran en un boliche cerca del puente sobre el arroyo Miguelete, tomando caña y jugando al truco con el escritor Javier de Viana y dos guardas de la línea del tranvía del Paso del Molino. El libro en cuestión se titulará “La verdad de la guerra en la revolución de 1904”. En un pasaje del mismo, Lasso revelará que Basilio Muñoz –jefe revolucionario tras la muerte de Aparicio Saravia- le dijo el 23 de setiembre de ese año en Aceguá, en presencia y ante el asentimiento de Luis Alberto de Herrera y de Quintana, que la guerra la habían hecho por “disciplina partidaria”; pero que la pretensión de poseer jefaturas políticas por la fuerza, y de que el gobierno deba pedir permiso para entrar en los departamentos con administraciones departamentales blancas, era “inconstitucional”.

Concurrente habitual del café Polo Bamba, de Ciudadela y Colonia, Lasso lo fue además de las instituciones que nucleaban a la intelectualidad progresista de entonces, como, por ejemplo, el Centro Internacional de Estudios Sociales (fundado en 1898), y en donde alternaría con Adrián Troitiño, Álvaro Armando Vasseur, María Collazo, Rafael Barrett, Orsini Bertani (editor de algunas de sus obras), Ovidio Fernández Ríos (quien sería secretario de Batlle), Ángel Falco, Florencio Sánchez, Emilio Frugoni, Orosmán Moratorio, Alberto Lasplaces y Ernesto Herrera, entre otros.

   


  En 1910, abocado Batlle a una segunda postulación presidencial y habiéndose decretado la abstención nacionalista, algunas figuras lanzan la idea de crear  partidos circunstanciales con el fin de llenar las bancas correspondientes a la minoría. Lasso promueve la creación de un “Partido Obrero” que reúna alrededor de la figura del líder colorado a sectores progresistas no tradicionales sobre todo el anarquismo. La tentativa fracasa debido al rechazo de éstos por la política electoral.

   El poeta, que se definía a si mismo como un “socialista sin partido”, no dudaba en ubicar al “avanzado” Batlle y Ordoñez, como una de las más grandes figuras de la historia uruguaya: “…nuestros nietos –escribió- contemplarán con respeto en la plaza pública, la estatua que le habrá levantado la gratitud de una posteridad exenta ya de las pasiones que hoy rugen…”.

   “Lo que más admiraba Lasso en Batlle –dice Agorio- era la exaltación casi mística de la responsabilidad propia y el deseo enérgico de no compartir el gobierno con el enemigo para disimularse en los otros y atenuar así posibles errores”.

De esta época fructífera serán sus obras: “Salpicones” (1910), obra satírica y anticlerical; “Canalejas, ya habló la prensa, ahora hablo yo” (1912); “La campana; tañidos de asamblea” y “El morral de un bohemio” (ambas de 1913), entre otras. Muchas de sus habituales colaboraciones en “El Día” las firmaba con el seudónimo “Ossal”.

    Leoncio Lasso de la Vega murió en los últimos días de diciembre de 1915 víctima de la tuberculosis.

   








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