Un hombre arriesga la vida sobre la árida estepa
castellana en tiempos de la reconquista española. Musulmanes y cristianos
combaten por el dominio de la vieja Iberia. De ascendencia itálica, tal cual lo
delata su apellido, Lasso, se juega en torneo singular con un jefe moro en la
vega de Granada, la antigua capital de la Andalucía árabe. Ganancioso en el
lance, corta la cabeza a su oponente y la ofrece a su rey Sancho IV “el bravo”,
hijo de Alfonso X “el sabio”. El monarca concede al caballero, en homenaje al
triunfo, agregar a su apellido el “de la Vega”, y le premia con tierras y
blasones transmisibles a sus herederos. Hasta aquí la historia (¿real?) del
apellido.
Leoncio Lasso de la Vega nació en Sevilla en 1862 como “retoño de una
secular familia de galenos”, al decir de Adolfo Agorio. Soñó con ser marinero,
pero la presión del entorno lo empujó a la medicina, vocación que nunca sintió.
Tuvo una niñez pronunciadamente burguesa: iba a la escuela, la iglesia y a casa
de las tías acompañado de una sirvienta ataviada de riguroso uniforme.
Cuando tiene alrededor de 25 años fallece el padre y se recibe de
médico. Con las 35.000 pesetas que le tocan por herencia marcha a Madrid, donde
un pintor y bohemio de apellido Sorolla lo introduce en los cenáculos de artistas
y escritores. En la capital se relaciona con una francesita, bailarina
segundona en una compañía de “varieté” de tercera, cuyo arte sobre las
tablas consiste en bailar el can can de manera harto heterodoxa.
Poco después marcha a París, que ya era una fiesta, y luego a Burdeos,
donde la francesa lo abandona al ver que las pesetas ralean. Desencantado del
mundo y de las mujeres embarca en dirección a América –la tierra de promisión
de tanto europeo- y desemboca en Buenos Aires. Allí se gana la vida desplegando
humildemente sus vastos conocimientos y ejerce como profesor particular de
filosofía, matemáticas, literatura, historia e idiomas. Además, escribe en el
“Correo Español” y en la prestigiosa “Caras y Caretas” -donde publica
novelones de título y trama truculentos o descabellados- toca el piano en
un remate y dicta conferencias. Comienza a destacarse por su prédica radical y
forma, naturalmente, un cenáculo.
Se casa con una señorita de la alta sociedad porteña con la cual tiene tres
hijos. Pero las veladas del teatro Colón y los banquetes en los salones
elegantes no le sientan, y termina separándose amigablemente.
Hacia el 1900, y a raíz de un encargo editorial consistente en la
confección de un diccionario con las biografías (y las vanidades…) de los
grandes estancieros del litoral argentino, aprovecha para cruzar el río Uruguay
y visitar Mercedes. Se vincula a un cenáculo vocinglero y bohemio donde destaca
el pintor Blanes Viale, y, aquerenciado, ya no se marcha más del país.
Instalando su modesta habitación en un remolcador varado en la costa del
río Negro, dedicará sus horas ala lectura, la escritura, el solaz de la vida
más o menos errante y las borracheras, pues en Lasso, el alcohol formará parte
de una suerte de profunda cosmovisión.
En una oportunidad, su inclinación “báquica” le predispuso negativamente
con una mujer mercedaria. Resulta que solía pasear por las frondas lugareñas
una de esas jóvenes medio ojerosas y románticas, de larga cabellera y cuerpo
flacuchento, que, escapando de las convenciones sociales de la época, en lugar
de apuntar al matrimonio y al “crochet”, leía versos y tocaba la guitarra bajo
los árboles. Conocerla Lasso y enamorarse fue solo uno. En la floresta, el vate
creaba y la musa entonaba. Pero la relación se quebraría por razones de peso:
la muchacha promovía en la ciudad campañas contra el alcoholismo…
Son de esta época mercedaria dos pequeñas obras cargadas de radicalismo
social: “¡Anatema!. Canto pro Boer”, donde fustiga al imperialismo inglés en
Sudáfica, y “20 de setiembre. Caída del poder temporal. Roma libre”, canto
conmemorativo al fin del imperio terrenal del papado.
En 1903 se vincula a “El Día” a través del gerente del diario Juan Carlos
Moratorio. Su relación con el funcionario, hombre de talante más bien circunspecto,
no estuvo exento de rispideces. En el trascurso de los años en que Lasso
integró el equipo de redactores, Moratorio llegó a despedirlo en varias
ocasiones dada su costumbre de ausentarse por espacio de muchos días. Estando
Batlle en Europa y enterado de una de estas “cesantías”, escribió a Domingo
Arena: “Ni “El Día” puede estar sin Lasso, ni Lasso sin “El Día”. Y fue
repuesto. Todo ello teniendo en cuenta que don Pepe no siempre compartía el
contenido de sus artículos. Pero la mutua admiración era muy profunda.
En 1904, estallada la guerra civil, se une como corresponsal de “El Día” a
la sexta división del Ejército del Norte. Su permanencia junto a las tropas le
obligan, en más de una ocasión, a dejar momentáneamente de lado la pluma de
periodista para empuñar la carabina contra los revolucionarios.
Pero quien por entonces protagonizaba las grandes acciones bélicas de la
contienda era el Ejército del Sur; a vía de ejemplo, la sangrienta batalla de
Tupambaé (junio de 1904). Contrariado, Lasso solicita su traslado a esta última
fuerza, donde es recibido por su comandante, coronel Pablo Galarza, quien le
adscribe a su Estado mayor. Quince días más tarde, para su desazón, el Ejército
del Norte obtiene la decisiva victoria de Masoller (1º de setiembre).
A instancias de su amigo el coronel Julio Dufrechou, comienza a escribir un
libro sobre la guerra. Alojado al efecto en el cuartel del regimiento 1º de
caballería, se le tenía en una suerte de “libertad vigilada” a fin de que le
terminase. Más la guardia, con benevolencia, condescendía a “permitir” sus
salidas nocturnas. Hasta que en una ocasión desaparece por varios días, ante el
nerviosismo de los pobres milicos que temen una reconvención. Finalmente, lo
encuentran en un boliche cerca del puente sobre el arroyo Miguelete, tomando
caña y jugando al truco con el escritor Javier de Viana y dos guardas de la
línea del tranvía del Paso del Molino. El libro en cuestión se titulará “La
verdad de la guerra en la revolución de 1904”. En un pasaje del mismo, Lasso
revelará que Basilio Muñoz –jefe revolucionario tras la muerte de Aparicio
Saravia- le dijo el 23 de setiembre de ese año en Aceguá, en presencia y ante
el asentimiento de Luis Alberto de Herrera y de Quintana, que la guerra la
habían hecho por “disciplina partidaria”; pero que la pretensión de poseer
jefaturas políticas por la fuerza, y de que el gobierno deba pedir permiso para
entrar en los departamentos con administraciones departamentales blancas, era
“inconstitucional”.
Concurrente habitual del café Polo Bamba, de Ciudadela y Colonia, Lasso lo fue además de las instituciones que nucleaban a la intelectualidad progresista de entonces, como, por ejemplo, el Centro Internacional de Estudios Sociales (fundado en 1898), y en donde alternaría con Adrián Troitiño, Álvaro Armando Vasseur, María Collazo, Rafael Barrett, Orsini Bertani (editor de algunas de sus obras), Ovidio Fernández Ríos (quien sería secretario de Batlle), Ángel Falco, Florencio Sánchez, Emilio Frugoni, Orosmán Moratorio, Alberto Lasplaces y Ernesto Herrera, entre otros.
En 1910, abocado Batlle a una segunda postulación presidencial y habiéndose decretado la abstención nacionalista, algunas figuras lanzan la idea de crear partidos circunstanciales con el fin de llenar las bancas correspondientes a la minoría. Lasso promueve la creación de un “Partido Obrero” que reúna alrededor de la figura del líder colorado a sectores progresistas no tradicionales sobre todo el anarquismo. La tentativa fracasa debido al rechazo de éstos por la política electoral.
El poeta, que se definía a si mismo como un “socialista sin partido”, no dudaba en ubicar al “avanzado” Batlle y Ordoñez, como una de las más grandes figuras de la historia uruguaya: “…nuestros nietos –escribió- contemplarán con respeto en la plaza pública, la estatua que le habrá levantado la gratitud de una posteridad exenta ya de las pasiones que hoy rugen…”.
“Lo que más admiraba Lasso en Batlle –dice Agorio- era la exaltación casi mística de la responsabilidad propia y el deseo enérgico de no compartir el gobierno con el enemigo para disimularse en los otros y atenuar así posibles errores”.
De esta época fructífera serán sus obras: “Salpicones” (1910), obra satírica y anticlerical; “Canalejas, ya habló la prensa, ahora hablo yo” (1912); “La campana; tañidos de asamblea” y “El morral de un bohemio” (ambas de 1913), entre otras. Muchas de sus habituales colaboraciones en “El Día” las firmaba con el seudónimo “Ossal”.
Leoncio Lasso de la Vega murió en los últimos días de diciembre de 1915 víctima de la tuberculosis.
No hay comentarios:
Publicar un comentario